martes, septiembre 25, 2012

Sacrificios

A veces, en la vida, hay capítulos que se inician casi finalizando. Momentos, de triste final, en los que oirás una linda melodía como la del Titanic (en un solo instrumental de saxo, al estilo Kenny G.) donde sólo tú eres el personaje que se hunde como barco, junto al despojo de tus recuerdos. “¿Qué es amor?” –diría Tina Turner- “¿Quién necesita un corazón, si puede ser roto?”. (Todos).
A veces, en cualquier momento de la vida, uno lo que tiene que hacer es despertar, levantarse e ir al baño y, mientras uno se lava la cara, mira y ver la tarea que hay que hacer para cada día (acabo de hacerlo).
Por lo general, cuando se camina, se mira al piso. No es usual que se marche cabizbajo. NO creo tener la humildad del chinito aquel, de Kung Fú, interpretado por David Carradine, pero –la verdad- es bueno intentarlo. No llegaré a la sabiduría de su maestro (un budista ciego), pero sus pasos he de seguir algún día (no los de David C., ese -no hace mucho- se quitó la vida ahorcándose) (obvio que era un actor, pero no vivió su personaje humilde, en la vida real).
¿Cómo sería mi vida si tuviera más recursos? Si dispusiera de ellos en abundancia o manejase una tarjeta de crédito sin límite de gastos.
¡No sería yo! Me estrellara igual, quizá peor.
Me hubiera comido a mi palmerita y, en lugar de aprender a olvidarla –es probable- la deseara más… (No lo sé) (y me alegro de no saberlo).
Tras un divorcio, tras una docena de ellos, quizá una mujer te diga: “Eres un pobre diablo” (gánate el Kino, para que veas la haladera de bolas). Es posible que ni tus hijos te quieran, por ser quien eres, sino por “ser” quien les das (y la mamá ha tenido parte en esos valores que desvalorizan).
Uff! Acabo de recordar los peos de una amiga, cuyos hijos –también- la subestiman: La hacen culpable del divorcio, mientras que sus hijos se chulean al padre, debido a que éste mantiene a uno en España y, a otra en USA. ¡Enternecedor ese amor! (Somos tan buenos hijos) (No fui así, pero me incluyo: No me agrada mi mamá).
Nadie te quitará ese peso que te agobia o te molesta (incluso, el sobrepeso, te lo tienes que quitar tú, igualmente como te lo pusiste).
Nadie vendrá a hacer el trabajo tuyo: Esperar eso no es comodidad, sino irresponsabilidad.
Hace un rato, antes de despertar, soñaba mi peo en el Metro. Yo bajé las escaleras y, cercano al torniquete, uno de los carajos esos no me dejaba pasar. Yo tenía mi boleto, la necesidad de seguir mi camino, pero la intransigencia arbitraria del sujeto no me dejaba pasar, al punto que –para no pelear- física ni verbalmente, pensé hallar otro camino y, en mi mente, sabía la ruta, pero –el hijo de perra- no sé cómo hizo que, con cierta chocancia, hasta invirtió el sentido de rotación de la escalera mecánica, a modo de que yo saliera de la estación por ella, del modo como él decidía (pero no salí ni subí por las escaleras mecánicas) (hice otra vaina, pero por un camino más largo).
Es obvio que -en mis sueños- busco soluciones, también ¿Me quedaré en el suelo? ¿Me cargarán en brazos?
Vivir siempre ha tenido una solución…
Este domingo, arrecho, subí al Ávila.
Hubiera querido ir el sábado pero, debido a un trabajo para el que me embarcaron, perdí las horas de la mañana y, de ñapa, me indispuse (el rendimiento fue bajo).
Comí poco -no descansé bien- pero estoy dispuesto al cambio (estoy cambiando) y no dejaré mi programa (eso incluye un jugo de moras, para el regreso, por supuesto).
Al volver, porque no voy a explayarme en detalles, vi a un sujeto con una pierna amputada. Mientras yo bajaba, él le echaba “brazos” a ese par de muletas y, aunque ese día no hablé casi, a muy pocas personas dije “Hola”, en cierto momento estuve a punto de decirle algo. ¿Saludarlo por compasión? ¿Le halagaría?
No se dejó mirar a los ojos. Sudaba fuerte y se concentraba en su esfuerzo. ¿Necesitaba él algo de alguien?
Era obvio que no metería la pata (la meto a veces pero, si yo fuera él, un saludo de esa clase lo interpretaría como un insulto).
¡Hay gente que carga su cruz! (otros que te la cagan).
Hace años, por cierto, una persona de la iglesia intentó explicarme algo (que creo no entender). Él me decía un cuento, una de esas “historias” que sirven para explicar lo que no se sabe explicar:
-¡Dios! ¡Dios! Quítame el peso de esta cruz (rogaba alguien, insistentemente).
Dios, conmovido por el pesar de aquel hombre, vino y conversó con esa persona.
-¡Okey! –dijo Dios- te quitaré esa cruz, pero, lamentablemente, igual como mi Hijo Jesús, si quieres vivir, tendrás que cargar una.
-¿En serio Dios? ¿Tengo que cargar una cruz, como Cristo? –preguntó el sujeto, remolón y quejumbroso.
-¡Sí! No hay otra forma, para que vivas… Sin embargo, para que veas, te llevaré a un lugar donde hay millones de cruces. Hay cruces nuevas y otras usadas y, al llegar allí, tú mismo escogerás tu cruz.
-¡Yo no quiero llevar una cruz!
-Pero no hay otra forma en que vivas –explicó Dios.
Ese hombre de la historieta, cabizbajo, caminó y comenzó a tomar las cruces ajenas, abandonadas en una gran pila.
-¡Esta es muy pesada! –decía- ¡Esta es incómoda! –y la soltaba- ¡No! Esta apesta…
-¡Escoge una! Ya sé que a nadie gustan.
Probó varias y caminaba con ellas, a ver cuál resistiría.
-¡Ah! Buscaré una pequeña… ¡Esta es demasiado pequeña! –volviéndola al suelo- Algunas lucen chicas, pero son más incómodas y pesadas que las que lucen grandes. ¿Las hacen con plomo?
-Son como cada quien las hace –replicó Dios.
Adonai, con paciencia, observaba a ese hombre quien, ya cansado, parecía decidirse.
-¿Qué me dices, hijo? –Inquirió el Señor- ¿Piensas pasar todo el día probando cruces?
-¡No! Me quedo con esta ¡Listo!
-¡Seguro? ¿No deseas probar alguna otra? Esta oportunidad se da sólo una vez, en esta vida.
-¡Seguro no estoy! Pero, si tengo que usar una, pues, ¡Me quedo con esta!
-¡Hijo! –conmovido el Señor, le dijo- ¿Puedo comentarte algo?
-¡Claro! Dime Tú cuál es la mejor, aunque no quiero cargar nada.
-¡Esa! La que ababas de tomar, es la que llevabas a cuestas… ¡Es la misma que ya tenías!

Tú y yo –todos- somos responsables de lo que cargamos.
No es muy probable una charla de esas, pero sí es cierto que no se va -toda una vida- llevando el mismo madero: Nadie te quitará ese peso, sino tú mismo.
Uno puede ser intransigente. Uno puede ser cómodo; pero la responsabilidad es nuestra.
Habrá momentos en los que uno se tropiece con la escoria que haya soltado uno mismo ¿Para que la recojan otros?
Anoche, por ejemplo, compartí mi comida con “Pedrozo” (mi mamá lo dejó en la sala, con una cadenita asida a la puerta de entrada). Al levantarme, luego de intentar quitarme las legañas y el sueño con agua, noté que el baño tenía un cementerio de estiércol... Al momento, no me apercibí de que algo había pisado pero, para evitar algún peo, ¿Delataba al cagón? ¿Recogía los mojones? ¿O se los dejo a mi mamá?  ¡Ja! ¡Ja!
El pobre perro hubiera sido castigado… ¡Hizo mejor que yo! (se soltó y fue al baño) (no lo hizo en la sala) ¡No es un perro pendejo! (además, he sido yo quien le dio comida).

Hay momentos en los que tu cruz es liviana (pero no huele bien).
Hay momentos en que tendrás que usar las manos (alguna muleta) pero eres responsable de lo que dejas a tu paso: Y no es un sacrificio grande. Sólo basta humillarse un poco y hacer lo que se deba hacer.

Buscar vías alternas.
Hay momentos en los que no puedes –ni debes- seguir un mismo camino. Habrá momentos en los que tendrás que cambiar, salirte de un sendero o regresarte por dónde viniste (acabo de recordar un par de veces que -mi camino- tuvo que truncarse en más de una ocasión).
Cierta vez, cuando trabajaba en la embajada de USA (Ccs) tuve a un supervisor prepotente. Ese día, no quise someterme a la arbitrariedad del jefe de ese servicio y fui despedido (gran vaina) (1991). Al pasar de los años, uno de mis ex compañeros (el negrito Scott) me dijo: “Grumbaung está jodido. Me contó lo que pasa en su vida; está despedido y buscando trabajo como loco, y ¡hasta me pidió dinero!... Tú sabes cómo era él, quien te botó”.
Uno no debe ser coño e madre.
Éste, un carajo de quien no hablaré para mal, no usaba el apellido de su padre; sino el de su madre (sabe Dios lo que les pasó). Sin embargo, como todos nosotros, a estas alturas ya debe haber ido a ese lugar donde hay cruces apiladas y, si esa “historia” se repite, puede que haya terminado de cargar su cruz.
Cierta vez, también, me perdí en una isla del Orinoco. Alberto y yo estábamos arrechos con la vida y, para olvidarnos de lo que cada quien deseaba sacar de la suya, nos pusimos de acuerdo y nos fuimos al carajo.
Él tenía peos con su vieja. Siempre le decía: “Vaya a trabajar, mijo” y, jamás me pareció que su mamá fuera mala ni que él fuera un vago, sólo que –para ese entonces- no le daban empleo y, aunque tuvo un bachillerato con especialidad técnica, le costó una bola entrar a trabajar en el Metro, y hoy día debe estar sembrando fresas en la Colonia Tovar.
-¡Vámonos al carajo!
Ninguno pensaba volver.
Pero, cuando el sol nos debilitaba, cuando la comida se había acabado, un par de niños vinieron a socorrernos.
-¿De dónde salieron Uds?
-Tenemos días observándolos y, cuando vimos que ya no comían, pues, pensamos que esta sopa les agradaría.
¿Agradarnos? No recuerdo haber comido nada mejor y, aunque hubiera tenido demasiada sal (no lo recuerdo) era la mejor sopa de mi vida.
Por mi parte, comí tanto como pude; pero Alberto se comió dos platos y lo que restaba en la olla (por eso, su vieja, lo mandaba a trabajar: Come demasiado ese gordo).
-¡Qué bolas! De vaina nos morimos de hambre.
-¡Bueno! ¿Nos obligaron a meternos en esto? Si quieres te comes el kilo de café que me queda en el morral –espeté, jodiéndolo.
-¡No jodas, Antonio!
-¡Tranquilo! Eso nos servirá para para algo… (y se lo regalé a la familia Bolívar. Gente inusual, por allá de Angostura del Orinoco, quienes con su amor y favor nos sacaron de esa selva, nos alimentaron y nos dieron para el pasaje) ¡Dios los bendiga! (olvidé sus nombres, pero Dios no olvida sus rostros).

Ese viaje, sin “retorno”, se hubiera prolongado; pero me empeñé en visitar a una comunidad indígena del estado Anzoateguí y, cuando mi bota se rompió, cuando tuve que aprender a usar alpargatas, mis ampollas ensangrentadas me hicieron regresar a la ciudad que intentaba dejar “para siempre”.
-¡Qué bolas tienes tú! ¿Por qué te regresas?
-Se me jodieron las botas… No sé andar en la tierra.
-¡Qué bolas! ¿Te regresas?
-¡Sigue tú! No quiero volver, pero no sé arreglar la suela… ¡Mejor las regalo! (se las dejé a quien me vendió el par de alpargatas, a fin de que se las diera otro más pobre).

No se había planteado el regreso, yo no pensaba volver pero, ¿Cómo vivir esa vida descalzo?

Puedo entender que uno quiera ciertas cosas, que uno luche y las procure (pero hay más locos que yo) ¿A quién se le ocurre pedir lo que nadie está dispuesto a dar?
Uno, ya de viejo, no puede pedir por lo que no tiene ni jamás se dio (ni cedió). Hay damas, quizá enloquecidas, que creen tener el derecho de pedir “todo” sin sacrificar un carajo (es decir, lo piden TODO –como un embudo- pero no están dispuestas a dar nada). ¡Vanidad! Ilusión.
Un logro, por pequeño que sea, implica un esfuerzo de nuestra parte (y una responsabilidad).
Es cierto que iniciamos un viaje a solas, queriendo seguir acompañados; pero habrá regresos mudos y en solitario (yo no querría soltar lo que creo que tengo, pero NO LA TENGO) (nunca la tuve) ¡Fue bueno soñar! (para soltar).
¿Dónde están tantas cosas?
¿Qué se alcanzó con esos viajes?
En una oportunidad, subiendo hacia el Naiguatá, estuve a punto de soltar mis cámaras. Yo sentía que mi peso era una gran molestia, que podía desprenderme de mi carga –argumenté tontas razones- pero el gordo Alberto me desanimó para que no me quitara esa “cruz” de equipaje (hubiera perdido, irremediablemente, una cámara filmadora japonesa y una cámara fotográfica rusa).
Más adelante, en ese ascenso, no sé si fue Nino (o Ramphis) quien encontró una lata de refresco con otra lata de comida. Iniciamos un viaje sin nada, sin considerar agua i otras cosas, pero el camino nos fue dando lo necesario.
-¡Es un milagro! ¿Cómo me explico que –justo aquí- alguien haya puesto esas cosas.
-Igual habría pasado si “soltaras” las cámaras… Otro pendejo las habría encontrado y diría: “Es un milagro” “¡Miren lo que me encontré!”.
-¡Ja! Ja! Está bien, Alberto.- remilgué- ¡Gracias! Entendí ¡clarito!
Hay momentos, como esos, en los que la ayuda llega -sin saber cómo- pero ha sido alguien que te dejó una señal, un par de muletas, y te has levantado (y siempre caminaste) ¿Es siempre un milagro? (no siempre).
Hace años, cierta vez, una persona me dejó la más hermosa lección e impresión de mi vida (no diré su nombre). Ella me levantó, no sólo de mi abatimiento del alma, del vómito que creí era mis cenizas, y Dios le permitió ser mi ángel de la guarda (y lo ha sido con más de una persona, porque Dios le dio ese trabajo de ángel) ¡Gracias, amiga! (cierro mis ojos, en señal de agradecimiento).
¿Vienen las cosas sin ceder a nada?
¡Nada viene por nada!
Uno puede que no entienda este día: Mañana sí se ve bien.
Y cuando ese momento llega, dirás: “¡Con razón!” (y me ha pasado tantas veces, pero hoy no lo recuerdo).
Una cosa sé, Dios no juega a las cartas: Soy responsable de lo que llevo dentro.
¡Nadie cargará mi peso!
Puede que no halle ni sepa el destino. Puede que no tenga lo que soñaba pero -en medio del sacrificio- puedo hallar caminos alternos.
A.T.     Sept 25, 2012

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