Estos días recordé algo que había pasado hace más de veinte (20) años.
Recordando un par de cosas, releí una porción de La Enciclopedia del Matrimonio
Cristiano (en inglés, 1984) y, cierto autor (Karl Wrage, Pág 208) decía que,
“...la eyaculación precoz es parte de un rechazo inconsciente...”, un
rechazo no verbalizado, como un pecado no confeso...
Recordé cierta experiencia personal con una flaca que me gustaba, pero
me dijo que se acostaba con el hermano de un amigo, y de la misma urbanización
en que ambos vivíamos... Asentar esos detalles no viene al caso, y sólo basta
decir que me ocupaba de lo mío y prácticamente nada del placer de ella y, pese
a que me gustaba mucho, yo andaba involucrado con MP y, en su ausencia los
miércoles, llamaba a ésta que no debía tener conmigo.
Intuyo que ya hay demasiado rechazo: Social, sexual, económico,
político, de género, cultural, etc. Enumerar las cosas
que me causarían algún tipo de repulsión o rechazo, tal vez, sea algo
insignificante en cuanto a la opinión de cualquier otra persona. Para algunos
puede ser la flatulencia, para otra una ligera alitosis; para miles, la
afinidad se dificultaría por cosas relacionadas con la higiene personal, la
asepsia moral o la promiscuidad confesa...
Por algunos años he sabido y confesado que no me involucro con personas
pasadas de cierto peso o estatura. No es, en sí, discriminación, sino una de
mis preferencias y, desde hace mucho, de forma muy consciente, las he evitado
para que ellas no adviertan mi verdadero rechazo y, en la cama, buscaría
cualquier excusa para no decir la verdad que yo sé (que no me gusta). Sin
embargo, como pasa a muchos, la eyaculación precoz se debe a una mal hábito
sexual, la mala conducta aprendida en lo que solía llamarse “el vicio solitario”
y, en caso de que uno halle pareja, se recomienda asistir a varias sesiones de
terapia y, la compañera -si de veras ama- habrá de soportar el re-entrenamiento
del gatillo alegre de la cama...
Esa enciclopedia tiene bastante que he de re-leer. Hice mi manuscrito y, de momento, sé que no
tengo el tiempo para publicar mis comentarios biográficos, pero me reconforta
que, de alguna manera, alguna persona se dedique a darle placer a su esposa o
compañera. Es triste que, por años, muchas mujeres se sientan insatisfechas y,
más triste aún, que sus esposos tengan que pasar la pena, el dolor emocional o
la vergüenza, de que sus compañeras estén viéndose con otros (y/o con otras)
para saciar una parte de ese apetito humano que no se colme en la cama.
Es una pena que, la moralidad ambigua de la sociedad en la que nacimos,
nos haya hecho creer que la virginidad no tiene importancia, como hoy le dije a
un par de jovencitas solteras. Crecimos engañados con que esa experiencia “era buena y necesaria” y, la verdad, que llegamos al lecho matrimonial con esa mancilla que
estigmatiza el plan original de Dios, tal como puede inferirse en aquella carta
paulina en la que él habla de la pureza conyugal y, en el eufemismo del
traductor mojigato, se omitió el griego “coito”,
por la palabra “lecho”.
¡Sí! La virginidad es para hombre y mujer y, si se piensa un poquito,
ya sabemos, a cierta edad, que cada género toma sus mañas cuando se emancipa o
va emancipando en la adolescencia. Si hubiéramos sido bendecidos con la pareja
idónea, desde el principio, no habríamos pasado el derrotero del divorcio...
¡Pero vamos!
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