A veces, en la vida, hay capítulos que se
inician casi finalizando. Momentos, de triste final, en los que oirás una linda
melodía como la del Titanic (en un solo instrumental de saxo, al estilo Kenny
G.) donde sólo tú eres el personaje que se hunde como barco, junto al despojo
de tus recuerdos. “¿Qué es amor?” –diría
Tina Turner- “¿Quién necesita un corazón,
si puede ser roto?”. (Todos).
A veces, en cualquier momento de la vida,
uno lo que tiene que hacer es despertar, levantarse e ir al baño y, mientras uno
se lava la cara, mira y ver la tarea que hay que hacer para cada día (acabo de
hacerlo).
Por lo general, cuando se camina, se mira
al piso. No es usual que se marche cabizbajo. NO creo tener la humildad del
chinito aquel, de Kung Fú, interpretado por David Carradine, pero –la verdad-
es bueno intentarlo. No llegaré a la sabiduría de su maestro (un budista
ciego), pero sus pasos he de seguir algún día (no los de David C., ese -no hace
mucho- se quitó la vida ahorcándose) (obvio que era un actor, pero no vivió su personaje
humilde, en la vida real).
¿Cómo sería mi vida si tuviera más
recursos? Si dispusiera de ellos en abundancia o manejase una tarjeta de
crédito sin límite de gastos.
¡No sería yo! Me estrellara igual, quizá
peor.
Me hubiera comido a mi palmerita y, en
lugar de aprender a olvidarla –es probable- la deseara más… (No lo sé) (y me
alegro de no saberlo).
Tras un divorcio, tras una docena de
ellos, quizá una mujer te diga: “Eres un
pobre diablo” (gánate el Kino, para que veas la haladera de bolas). Es
posible que ni tus hijos te quieran, por ser quien eres, sino por “ser” quien
les das (y la mamá ha tenido parte en esos valores que desvalorizan).
Uff! Acabo de recordar los peos de una
amiga, cuyos hijos –también- la subestiman: La hacen culpable del divorcio,
mientras que sus hijos se chulean al padre, debido a que éste mantiene a uno en
España y, a otra en USA. ¡Enternecedor ese
amor! (Somos tan buenos hijos) (No fui así, pero me incluyo: No me agrada
mi mamá).
Nadie te quitará ese peso que te agobia o
te molesta (incluso, el sobrepeso, te lo tienes que quitar tú, igualmente como
te lo pusiste).
Nadie vendrá a hacer el trabajo tuyo:
Esperar eso no es comodidad, sino irresponsabilidad.
Hace un rato, antes de despertar, soñaba
mi peo en el Metro. Yo bajé las escaleras y, cercano al torniquete, uno de los
carajos esos no me dejaba pasar. Yo tenía mi boleto, la necesidad de seguir mi
camino, pero la intransigencia arbitraria del sujeto no me dejaba pasar, al
punto que –para no pelear- física ni verbalmente, pensé hallar otro camino y,
en mi mente, sabía la ruta, pero –el hijo de perra- no sé cómo hizo que, con
cierta chocancia, hasta invirtió el sentido de rotación de la escalera
mecánica, a modo de que yo saliera de la estación por ella, del modo como él
decidía (pero no salí ni subí por las escaleras mecánicas) (hice otra vaina,
pero por un camino más largo).
Es obvio que -en mis sueños- busco
soluciones, también ¿Me quedaré en el suelo? ¿Me cargarán en brazos?
Vivir siempre ha tenido una solución…
Este domingo, arrecho, subí al Ávila.
Hubiera querido ir el sábado pero, debido
a un trabajo para el que me embarcaron, perdí las horas de la mañana y, de
ñapa, me indispuse (el rendimiento fue bajo).
Comí poco -no descansé bien- pero estoy
dispuesto al cambio (estoy cambiando) y no dejaré mi programa (eso incluye un
jugo de moras, para el regreso, por supuesto).
Al volver, porque no voy a explayarme en
detalles, vi a un sujeto con una pierna amputada. Mientras yo bajaba, él le
echaba “brazos” a ese par de muletas y, aunque ese día no hablé casi, a muy
pocas personas dije “Hola”, en cierto momento estuve a punto de decirle algo.
¿Saludarlo por compasión? ¿Le halagaría?
No se dejó mirar a los ojos. Sudaba fuerte
y se concentraba en su esfuerzo. ¿Necesitaba él algo de alguien?
Era obvio que no metería la pata (la meto
a veces pero, si yo fuera él, un saludo de esa clase lo interpretaría como un
insulto).
¡Hay gente que carga su cruz! (otros que
te la cagan).
Hace años, por cierto, una persona de la
iglesia intentó explicarme algo (que creo no entender). Él me decía un cuento,
una de esas “historias” que sirven para explicar lo que no se sabe explicar:
-¡Dios! ¡Dios! Quítame el peso de esta
cruz (rogaba alguien, insistentemente).
Dios, conmovido por el pesar de aquel
hombre, vino y conversó con esa persona.
-¡Okey! –dijo Dios- te quitaré esa cruz,
pero, lamentablemente, igual como mi Hijo Jesús, si quieres vivir, tendrás que
cargar una.
-¿En serio Dios? ¿Tengo que cargar una
cruz, como Cristo? –preguntó el sujeto, remolón y quejumbroso.
-¡Sí! No
hay otra forma, para que vivas… Sin embargo, para que veas, te llevaré a un
lugar donde hay millones de cruces. Hay cruces nuevas y otras usadas y, al
llegar allí, tú mismo escogerás tu cruz.
-¡Yo no quiero llevar una cruz!
-Pero no hay otra forma en que vivas –explicó
Dios.
Ese hombre de la historieta, cabizbajo,
caminó y comenzó a tomar las cruces ajenas, abandonadas en una gran pila.
-¡Esta es muy pesada! –decía- ¡Esta es
incómoda! –y la soltaba- ¡No! Esta apesta…
-¡Escoge una! Ya sé que a nadie gustan.
Probó varias y caminaba con ellas, a ver
cuál resistiría.
-¡Ah! Buscaré una pequeña… ¡Esta es
demasiado pequeña! –volviéndola al suelo- Algunas lucen chicas, pero son más
incómodas y pesadas que las que lucen grandes. ¿Las hacen con plomo?
-Son
como cada quien las hace –replicó Dios.
Adonai, con paciencia, observaba a ese
hombre quien, ya cansado, parecía decidirse.
-¿Qué me dices, hijo? –Inquirió el Señor-
¿Piensas pasar todo el día probando cruces?
-¡No! Me quedo con esta ¡Listo!
-¡Seguro? ¿No deseas probar alguna otra? Esta
oportunidad se da sólo una vez, en esta vida.
-¡Seguro no estoy! Pero, si tengo que usar
una, pues, ¡Me quedo con esta!
-¡Hijo! –conmovido el Señor, le dijo- ¿Puedo
comentarte algo?
-¡Claro! Dime Tú cuál es la mejor, aunque
no quiero cargar nada.
-¡Esa! La que ababas de tomar, es la que
llevabas a cuestas… ¡Es la misma que ya tenías!
Tú y yo –todos- somos responsables de lo
que cargamos.
No es muy probable una charla de esas,
pero sí es cierto que no se va -toda una vida- llevando el mismo madero: Nadie te quitará ese peso, sino tú mismo.
Uno puede ser intransigente. Uno puede ser
cómodo; pero la responsabilidad es nuestra.
Habrá momentos en los que uno se tropiece
con la escoria que haya soltado uno mismo ¿Para que la recojan otros?
Anoche, por ejemplo, compartí mi comida
con “Pedrozo” (mi mamá lo dejó en la sala, con una cadenita asida a la puerta
de entrada). Al levantarme, luego de intentar quitarme las legañas y el sueño
con agua, noté que el baño tenía un cementerio de estiércol... Al momento, no
me apercibí de que algo había pisado pero, para evitar algún peo, ¿Delataba al
cagón? ¿Recogía los mojones? ¿O se los dejo a mi mamá? ¡Ja! ¡Ja!
El pobre perro hubiera sido castigado…
¡Hizo mejor que yo! (se soltó y fue al baño) (no lo hizo en la sala) ¡No es un
perro pendejo! (además, he sido yo quien le dio comida).
Hay momentos en los que tu cruz es liviana
(pero no huele bien).
Hay momentos en que tendrás que usar las
manos (alguna muleta) pero eres responsable de lo que dejas a tu paso: Y no es
un sacrificio grande. Sólo basta humillarse un poco y hacer lo que se deba
hacer.
Buscar vías alternas.
Hay momentos en los que no puedes –ni debes-
seguir un mismo camino. Habrá momentos en los que tendrás que cambiar, salirte
de un sendero o regresarte por dónde viniste (acabo de recordar un par de veces
que -mi camino- tuvo que truncarse en más de una ocasión).
Cierta vez, cuando trabajaba en la
embajada de USA (Ccs) tuve a un supervisor prepotente. Ese día, no quise someterme
a la arbitrariedad del jefe de ese servicio y fui despedido (gran vaina)
(1991). Al pasar de los años, uno de mis ex compañeros (el negrito Scott) me
dijo: “Grumbaung está jodido. Me contó lo
que pasa en su vida; está despedido y buscando trabajo como loco, y ¡hasta me
pidió dinero!... Tú sabes cómo era él, quien te botó”.
Uno no debe ser coño e madre.
Éste, un carajo de quien no hablaré para mal,
no usaba el apellido de su padre; sino el de su madre (sabe Dios lo que les
pasó). Sin embargo, como todos nosotros, a estas alturas ya debe haber ido a
ese lugar donde hay cruces apiladas y, si esa “historia” se repite, puede que
haya terminado de cargar su cruz.
Cierta vez, también, me perdí en una isla
del Orinoco. Alberto y yo estábamos arrechos con la vida y, para olvidarnos de
lo que cada quien deseaba sacar de la suya, nos pusimos de acuerdo y nos fuimos
al carajo.
Él tenía peos con su vieja. Siempre le
decía: “Vaya a trabajar, mijo” y, jamás me pareció que su mamá fuera mala ni
que él fuera un vago, sólo que –para ese entonces- no le daban empleo y, aunque
tuvo un bachillerato con especialidad técnica, le costó una bola entrar a
trabajar en el Metro, y hoy día debe estar sembrando fresas en la Colonia
Tovar.
-¡Vámonos al carajo!
Ninguno pensaba volver.
Pero, cuando el sol nos debilitaba, cuando
la comida se había acabado, un par de niños vinieron a socorrernos.
-¿De dónde salieron Uds?
-Tenemos días observándolos y, cuando
vimos que ya no comían, pues, pensamos que esta sopa les agradaría.
¿Agradarnos? No recuerdo haber comido nada
mejor y, aunque hubiera tenido demasiada sal (no lo recuerdo) era la mejor sopa
de mi vida.
Por mi parte, comí tanto como pude; pero
Alberto se comió dos platos y lo que restaba en la olla (por eso, su vieja, lo
mandaba a trabajar: Come demasiado ese gordo).
-¡Qué bolas! De vaina nos morimos de
hambre.
-¡Bueno! ¿Nos obligaron a meternos en
esto? Si quieres te comes el kilo de café que me queda en el morral –espeté,
jodiéndolo.
-¡No jodas, Antonio!
-¡Tranquilo! Eso nos servirá para para
algo… (y se lo regalé a la familia Bolívar. Gente inusual, por allá de
Angostura del Orinoco, quienes con su amor y favor nos sacaron de esa selva,
nos alimentaron y nos dieron para el pasaje) ¡Dios los bendiga! (olvidé sus nombres, pero Dios no olvida sus rostros).
Ese viaje, sin “retorno”, se hubiera
prolongado; pero me empeñé en visitar a una comunidad indígena del estado
Anzoateguí y, cuando mi bota se rompió, cuando tuve que aprender a usar
alpargatas, mis ampollas ensangrentadas me hicieron regresar a la ciudad que
intentaba dejar “para siempre”.
-¡Qué bolas tienes tú! ¿Por qué te
regresas?
-Se me jodieron las botas… No sé andar en
la tierra.
-¡Qué bolas! ¿Te regresas?
-¡Sigue tú! No quiero volver, pero no sé
arreglar la suela… ¡Mejor las regalo! (se las dejé a quien me vendió el par de
alpargatas, a fin de que se las diera otro más pobre).
No se había planteado el regreso, yo no
pensaba volver pero, ¿Cómo vivir esa vida descalzo?
Puedo entender que uno quiera ciertas
cosas, que uno luche y las procure (pero hay más locos que yo) ¿A quién se le
ocurre pedir lo que nadie está dispuesto a dar?
Uno, ya de viejo, no puede pedir por lo
que no tiene ni jamás se dio (ni cedió). Hay damas, quizá enloquecidas, que
creen tener el derecho de pedir “todo” sin sacrificar un carajo (es decir, lo
piden TODO –como un embudo- pero no están dispuestas a dar nada). ¡Vanidad!
Ilusión.
Un logro, por pequeño que sea, implica un
esfuerzo de nuestra parte (y una responsabilidad).
Es cierto que iniciamos un viaje a solas,
queriendo seguir acompañados; pero habrá regresos mudos y en solitario (yo no
querría soltar lo que creo que tengo, pero NO LA TENGO) (nunca la tuve) ¡Fue
bueno soñar! (para soltar).
¿Dónde están tantas cosas?
¿Qué se alcanzó con esos viajes?
En una oportunidad, subiendo hacia el Naiguatá,
estuve a punto de soltar mis cámaras. Yo sentía que mi peso era una gran molestia,
que podía desprenderme de mi carga –argumenté tontas razones- pero el gordo
Alberto me desanimó para que no me quitara esa “cruz” de equipaje (hubiera
perdido, irremediablemente, una cámara filmadora japonesa y una cámara
fotográfica rusa).
Más adelante, en ese ascenso, no sé si fue
Nino (o Ramphis) quien encontró una lata de refresco con otra lata de comida.
Iniciamos un viaje sin nada, sin considerar agua i otras cosas, pero el camino
nos fue dando lo necesario.
-¡Es un milagro! ¿Cómo me explico que –justo
aquí- alguien haya puesto esas cosas.
-Igual habría pasado si “soltaras” las
cámaras… Otro pendejo las habría encontrado y diría: “Es un milagro” “¡Miren lo que
me encontré!”.
-¡Ja! Ja! Está bien, Alberto.- remilgué-
¡Gracias! Entendí ¡clarito!
Hay momentos, como esos, en los que la ayuda
llega -sin saber cómo- pero ha sido alguien que te dejó una señal, un par de
muletas, y te has levantado (y siempre caminaste) ¿Es siempre un milagro? (no
siempre).
Hace años, cierta vez, una persona me dejó
la más hermosa lección e impresión de mi vida (no diré su nombre). Ella me
levantó, no sólo de mi abatimiento del alma, del vómito que creí era mis cenizas,
y Dios le permitió ser mi ángel de la guarda (y lo ha sido con más de una
persona, porque Dios le dio ese trabajo de ángel) ¡Gracias, amiga! (cierro mis
ojos, en señal de agradecimiento).
¿Vienen las cosas sin ceder a nada?
¡Nada viene por nada!
Uno puede que no entienda este día: Mañana
sí se ve bien.
Y cuando ese momento llega, dirás: “¡Con
razón!” (y me ha pasado tantas veces, pero hoy no lo recuerdo).
Una cosa sé, Dios no juega a las cartas: Soy
responsable de lo que llevo dentro.
¡Nadie cargará mi peso!
Puede que no halle ni sepa el destino.
Puede que no tenga lo que soñaba pero -en medio del sacrificio- puedo hallar
caminos alternos.
A.T. Sept 25, 2012